Un mito de la novela del amado siglo XX (y IV)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, El cuarteto de Alejandría, Clea
Lawrence Durrell retratado en su intimidad por un fotógrafo desconocido.
He leído en estos días unos comentarios sobre El cuarteto de Alejandría cuyo autor sostiene que el verdadero alter ego de Durrell es Pursewarden, que no Darley, el narrador y lo más parecido al protagonista, pues la verdadera protagonista es la ciudad egipcia que da título al conjunto. La idea no me parece descabellada, pero yo prefiero seguir creyendo que el trasunto de Durrell es Darley. De serlo Pursewarden, Justine estaría enamorada de él y Darley no hubiera escrito ese orden de los amores del cenáculo que Durrell nos presenta como un texto autógrafo de su sosias en la pág. 132 de mi edición -la mítica de Edhasa de los años 80[1]- de Balthazar: "Mi amor por ella [Justine], el amor de Melissa por mí, el amor de Nessin por Justine, el amor de Justine por Pursewarden".
En cualquier caso, ya en Clea, cuando al cabo de los años Darley regresa a Alejandría y vuelve a encontrarse con Justine (pág. 50) ha dejado de estar fascinado con ella. Ya no es ese amigo que no puede ser amante que fue en la primera entrega. Ahora sólo es un viejo camarada que verifica con melancolía el paso del tiempo por aquella a la que quiso amar. Y pocos juicios llegan a ser tan despiadados como el de aquel que amó en vano a una mujer cuando ésta deja de inspirarle y la ve vieja. Justine, naturalmente se da cuenta, y le pide que no se acerque mucho a ella, incluso le advierte que huele mal.
Una vez más, Darley regresa a Alejandría desde su isla griega. Me imagino que es Corfú por lo de cerca que Corfú tocaba a Durrell y porque fue desde Corfú donde el abuelo de Georges Moustaki -alejandrino de nacimiento, naturalizado francés- partió a su exilio en Alejandría. Esto me lleva a pensar que hubo una ruta frecuente entre la isla griega y la ciudad egipcia. En esta ocasión, Darley vuelve para entregarle a Nessin a la niña, la hija que este último tuvo con Melissa. El escritor, que ahora se gana la vida como profesor, ha estado cuidando a la ya muchacha en su isla. Es decir, volvemos a lo que ya se nos había contado al principio de Justine.
Los Hosnani están arruinados, las autoridades egipcias les han confiscado sus bienes. Nessin, además, ha perdido un ojo y un dedo durante un bombardeo. La guerra ha llenado Alejandría de soldados. Es de suponer que se trata de las tropas del general Montgomery que se batirán con el Afrika Korps de Rommel. De momento, en estas páginas se limitan a disfrutar de la que acaso sea la "última oportunidad que les brinda la vida" en los muchos burdeles que han proliferado en la ciudad. La cópula, el acoplamiento que lo llama Clea en alguna de sus disertaciones (pág. 107), se ha convertido en esa liberación, que dicen es durante la guerra, cuando la muerte acecha constante.
Con todo, pese a que Darley se acopla con Clea durante un bombardeo (pág. 99), tiene mucha más presencia en la novela la nostalgia, la descripción de las consecuencias del paso del tiempo, que el conflicto. Balthazar se vino abajo por un amante, un actor que le despreciaba en público. Lo ha perdido todo, hasta el prestigio profesional, yendo a caer en el abandono personal y en el alcoholismo. La cábala no existe y Justine no es más que un recuerdo que va a menos. No llega a recuperar ese protagonismo que, a raíz del papel que ocupa en la primera entrega, creí que volvería a tener en alguna de las posteriores.
Un procedimiento frecuente de la narración, como lo es de la mismísima nostalgia, es descubrir qué ha sido de los personajes. Esto me ha hecho recordar ese fragmento, no sé si de Justine o Balthazar, en que Scobie advertía a Abdul que iba a contagiar a alguien la sífilis por no tener limpias las navajas con que afeitaba. Cuando Darley pregunta a Clea por aquel infeliz, ésta le comenta que Scobie acabó por denunciarle ante la policía por su falta de higiene. De la paliza que los guardias propinaron a Abdul por su descuido, el barbero perdió un ojo (pág. 87).
El curso del tiempo lo ha cambiado todo. Pero Alejandría sigue siendo una "ciudad de exiliados". Al menos así lo estima Clea. La protagonista de esta última entrega habla a Darley de un cuadro en el que está trabajando. Se trata de una representación de Alejandría con la que quería ofrecer a Darley la posibilidad de entrar en la urbe desde un nuevo ángulo. En este dato vengo a ver una alusión a ese mecanismo de Durrell de dar vueltas a lo mismo desde diferentes perspectivas. Quiero creer que extendiendo este procedimiento a los personajes -o a esas transformaciones que el devenir de los días ha obrado en el dramatis personae, que llamaban al conjunto de sus personajes algunos novelistas españoles, mediados los años 90, en la lista de éstos que ofrecían al final, o al principio, de sus ficciones-, aquí se nos revela que Pursewarden y Liza -la hermana ciega de Mountolive- fueron amantes y tuvieron una hija (pág. 181).
Más sorprendente es el incesto, que -al final del asunto de la correspondencia- se sugiere hubo entre ellos en la infancia mediante una evocación poética. Esa es la causa de que Liza se avergüence ante Darley de haber sido la amante de Pursewarden. "La vida era la ficción; y todos intentábamos expresarla a través de diferentes lenguajes, de interpretaciones distintas, acordes con la naturaleza propia y el genio de cada uno" (pág. 184).
La nostalgia propende a dejar que las épocas sean presididas por el recuerdo de la mujer que nos inspiraba entonces. Al menos, yo organizo los recuerdos de mi juventud bajo un epígrafe: el nombre de la chica de entonces. Tengo la sensación de que Durrell hizo eso mismo antes que yo. De hecho, Justine se titula así porque lo referido en el primer volumen son los recuerdos de un tiempo en el que todo, en la Alejandría del Cenáculo, giraba en torno a ella. Por esa misma regla, en Clea todo gira en torno a la mujer aludida en el título, la amante de Darley en esta entrega. "Toda la nueva geografía de Alejandría había nacido a través de Clea" (pág. 237). "El tiempo me la devolvía entera, intacta, natural como la musa de ojos grises de la ciudad, como dice el poema griego" (pág. 254).
Ha de ser porque, en realidad, la novela está ambientada en la retaguardia. El caso es que esos cadáveres que dejan las batallas, diríase que consustanciales a las ficciones ambientadas en la guerra, aquí solo hacen su aparición en las aguas de una de las playas que visitan Darley y Clea. Son los cuerpos de unos marineros griegos ahogados, cuyos restos se pudren sin que nadie parezca preocuparse por ello.
Si cabe, me ha remitido más a la guerra el Bovril que ofrece a Balthazar uno de los marineros ingleses que acuden en su ayuda cuando Balthazar y Pursewarden socorren a Clea, luego de que el segundo le haya herido accidentalmente la mano con un arpón mientras navegaban. El ofrecimiento me ha recordado el de este mismo caldo de carne que hace el capitán Kinross, el personaje incorporado por Noël Coward en Sangre, sudor y lágrimas, la cinta dirigida por el propio Coward y David Lean en 1942, hoy todo un clásico de la pantalla bélica inglesa. La coincidencia me lleva a pensar que el producto formaba parte de la dieta de la Royal Navy durante la guerra.
Pero aquí, lo que verdaderamente cuenta, son las concomitancias que Darley registra entre la hospitalización de Melissa y la de Clea. La novela ya enfila su larga despedida. Entre los primeros momentos de esa marcha irreversible, resulta especialmente emocionante la despedida de Hamid, el criado de Darley, a quien su madre sacó un ojo para librarlo de sus obligaciones militares, la conscripción, que aquí se llama. A mi entender, eso de referirse al servicio militar como se hace en Argentina, es la única prueba del origen bonaerense de la traducción. Se trata de un trabajo de Matilde Horne para la Editorial Sudamericana. Está fechado en 1961 -un año después de la publicación del texto original por Durrell- que fue comprado por Edhasa en 1970.
Pero no divaguemos con la fontanería de la novela, volvamos a la larga despedida de Darley/Durrell de la ciudad, que ya comienza a anunciarse con anterioridad al accidente de Clea y se prolonga durante las últimas treinta páginas. En ese largo adiós -cuyo colofón es una ceremonia del folclore local que incluye las danzas de varios grupos de derviches- también volvemos a tener noticia de Justine. Cuando está a punto de marcharse, un policía anuncia a Darley la inminente llegada de quien tanto le inspirase en la primera entrega. La Justine que vuelve tiene un nuevo acompañante, que viene a ser lo que fue el narrador en esa primera novela.
Con Clea convaleciente en el hospital será Balthazar el encargado de despedir a Darley antes de la partida. En su último encuentro -ya con trazas de epílogo- le ha dado noticia de la muerte de Leila -la madre de Nessin y la amante de Mountolive-. Ahora le confiesa que tiene la certeza de que nuestro narrador nunca va a volver a Alejandría.
De vuelta a esa isla que podría ser Corfú, Darley se emplea como traductor en una emisora que ha impuesto la guerra. Y allí, en italiano puesto que el lugar estuvo ocupado por las tropas del Duce y muchos parroquianos lo chapurrean, se entera del fin del conflicto.
Sin embargo, lo que en verdad le preocupa es la falta de noticias de Clea -a la que imagina enamorada de Amaril, el médico que, a su vez, quiso a Semira, la mujer sin nariz-, mientras Alejandría ya sólo es "un espejismo de despedida". Cuando al cabo llega la carta de Clea, viene a ser algo así como el epílogo a todo El Cuarteto. A Darley la letra le resulta rara. Su antigua amante le ha escrito con la mano ortopédica que le han injertado en sustitución de la que perdió en el accidente. La prótesis también le permite retomar su actividad pictórica. Pero lo que cuenta es la cita a la que ella le emplaza en Francia. A excepción de los Hosnani -que han acabado por quererse independientemente de los intereses políticos que les unieron en la primera entrega- quienes después de todo son egipcios, aunque no árabes, más o menos todos los occidentales que integraron El Cenáculo regresarán en breve, si no lo han hecho ya, al Viejo continente.
Sinceramente, no creo que El cuarteto de Alejandría sea equiparable a En busca del tiempo perdido, como Durrell y algunos de sus admiradores más entregados pretendían. El ciclo de Proust tiene mucha más enjundia. De hecho, eso es lo que estima la crítica especializada. Ahora bien, esto no significa que la propuesta de Durrell deje de constituir uno de los ciclos narrativos más interesantes del amado siglo XX.
[1] En realidad, el primer pie de dicha edición es de 1978.
Publicado el 3 de diciembre de 2019 a las 17:15.